La vida de Anna Andréyevna Ajmátova (1889-1966) estuvo dedicada a una intensa, sutil, quizá adelantada a su época y fantástica labor poética, pero también marcada por sucesivas tragedias -a menudo reflejadas en sus versos- como el fusilamiento de su marido N.S. Gumiliov en 1921, el arresto de Nikolay Punin ( una persona fundamental en su vida, alguien que vivió atraído por la escritora siendo un fundamental apoyo para esta) y su posterior muerte en un campo de concentración en 1953 y los más de diez años de prisión que padeció su único hijo Lev Gumiliov.
Pese a todo eso, las restricciones del régimen soviético, la constante persecución, el silencio impuesto por la censura y la turbulencia de aquellos años, Ajmátova jamás se rindió ni en lo artístico ni en lo personal. Sus versos, de una claridad y transparencia ejemplares, marcaron y siguen marcando a generaciones de lectores; aguda como su mirada, concreta como el trazo de su palabra sobre el vacío áspero del papel, Ajmátova nos deja un legado único y -me arriesgaría a decir- casi obligatorio para el lector actual.
La mujer que celebró la vida a caso sin tener motivo para hacerlo, que retrató paisajes de esa "soledad acompañada" tan suya, como nadie; la persona que mejor plasmó la existencia a la intemperie en esa estepa sin fin que crean la pérdida, la edad y la nada: Ajmátova, siempre viva en las lecturas de todos y cada uno de sus poemas que han reflejado y hecho una gran historia. Anna, la de "El último brindis" que os ofrezco a continuación, desgarradora, apasionante, seca y clara, real, mujer y sobre todo mito. La que se enfrentó a ese dios que no salvó jamás, a esa vida que miró irónicamente a los ojos mientras brindaba, a su país que quiso siempre sin que la aceptara nunca, al tiempo mismo, sabiendo que tras su parcial derrota sería su palabra la que la haría eterna.
El último Brindis:
Yo bebo por la casa destruida,
por mi vida tan cruel,
por la soledad que ambos compartimos,
y también bebo por ti.
Por el engaño de unos labios que me traicionaron,
por la muerta frialdad de los ojos,
porque el mundo es cruel y áspero,
porque Dios no nos salvó.
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